Cuando se toma la decisión de poner rumbo a un
destino, no siempre es el sitio en si lo que atrae, sino que las personas conocidas
que residen en él actúan como un imán. Curiosamente, son estas personas quienes
acaban por desvelar el auténtico encanto del lugar. Poco o nada sabía yo de
Lisboa antes que Portugal se sumiera en la misma crisis que hoy nos afecta a
todos. Para mí sólo era la capital del país vecino y distaba mucho de ser uno
de los primeros lugares que deseaba conocer.
Mi perspectiva cambió cuando Charline, una amiga
belga, se trasladó a la capital portuguesa para continuar sus estudios. Mis
ganas de volver a verla, después de un año de comunicarnos únicamente por
correo electrónico, me llevaron a la capital lusa. Era una ocasión única, ya
que por primera vez conocería un destino turístico de la mano de una de sus
ciudadanas.
Mientras miraba a la azafata del avión realizar el
protocolo de seguridad, caí en la cuenta que había conocido a Charline
organizando un viaje a Portugal. Ambas estudiábamos en Sevilla con programas de
intercambio universitario. Como buena estudiante de turismo, ella tenía intención
de viajar lo máximo posible. Por medio de unos amigos en común, me enteré que quedaba
una plaza libre en el coche con el que planeaban ir al Algarve y no dudé en apuntarme.
Así fue como, recorriendo la costa portuguesa, comenzó nuestra amistad.
A diferencia de los viajeros intrépidos, yo no
acostumbro a viajar sola. Prefiero compartir la experiencia y comparar
impresiones. Así que Carlos, mi compañero de viajes desde hace muchos años, se
animó a embarcarse conmigo una vez más. Y acabé agradeciendo su presencia, ya que
su desparpajo con las lenguas y sus raíces gallegas fueron de mucha utilidad
para entendernos con los portugueses.
Lisboa nos recibió con frio y lluvia, pero no tardamos
en encontrarnos con Charline, que nos acogió con calidez. Nos alojamos en su
departamento, en Marquês de Pombal. A pocos metros de allí se encuentra el parque
de Eduardo VII, desde donde se divisa gran parte de la ciudad y el Tajo,
protagonista indiscutible del paisaje. No en vano, esta capital se construyó
orientada hacia el río. Su puerto ha sido testigo de la vida de generaciones de
pescadores, aventureros, descubridores y conquistadores que partieron a tierras
lejanas y regresaron para desvelar a sus compatriotas las maravillas que habían
visto. Precisamente, Luís de Camões escribió Los lusíadas para plasmar el viaje de Vasco de Gama a Oriente.
Aunque Charline estaba en pleno curso universitario,
se ofreció para recorrer junto a nosotros las calles empedradas de Alfama,
Baixa, Chiado y el Barrio Alto, los barrios tradicionales cuyas casas están
decoradas con azulejos y sus techos se revisten de tejas. Gracias a ella
descubrimos que la ciudad puede contemplarse desde las alturas. Al igual que
Roma, Lisboa cuenta con siete colinas con sus respectivos miradores. Y por si
fuera poco, la mano del hombre se encargó de erigir el elevador de Santa Justa,
que además de salvar la altura entre dos barrios, también sirve para contemplar
las preciosas vistas al castillo.
Los continuos desniveles en las calles nos dejaban
sin aliento solamente con mirarlos, sin hablar del gran número de escalones que
tuvimos que subir y bajar durante nuestros paseos. Así comprendimos la
importancia de los célebres tranvías, que se aventuran por cuestas imposibles
para facilitar a ancianos y turistas el ascenso. Nosotros, aficionados a las
caminatas, sólo nos montamos una vez para no abandonar la ciudad con el
sentimiento de habernos perdido algo.
Aunque la arquitectura manuelina nos sorprendió
gratamente, sobre todo cuando visitamos el Monasterio de los Jerónimos, fueron
la gastronomía y las personas que conocimos lo que realmente nos cautivó. La
vida de los portugueses está muy ligada a la cultura gastronómica. Y nosotros
tampoco nos privamos de nada. En Belém, donde se encuentra el monasterio,
probamos los deliciosos pastéis. Son
unos hojaldres rellenos de crema y espolvoreados con canela que nacieron de la
inspiración divina de los monjes. Siglos más tarde, continúan siendo un manjar
imperdible.
Fue alrededor de una mesa donde descubrimos más
sobre los habitantes de Lisboa. Antes de emprender este viaje, tenía la certeza
que los españoles eran personas abiertas y sociables. Pero desde que vivo aquí
nunca he visto a nadie compartir mesa como lo hacen los lisboetas. Una noche
acudimos a un bar de Alfama donde se sirven petiscos,
el equivalente a las tapas, y se toca fado bajo una luz tenue. Íbamos en busca
de un lugar alejado del reclamo turístico pero, como cualquier lugar
tradicional que se precie, sus dimensiones eran reducidas. Nuestras caras de
decepción al encontrárnoslo lleno mutaron en otra de asombro cuando el camarero
nos ofreció con total naturalidad que compartiéramos mesa con dos chicas.
Carlos, Charline, su novio Pedro, las dos chicas y yo nos deseamos buen
provecho y fuimos intercambiando miradas de complicidad mientras los platos
desfilaban de una punta de la mesa a la otra.
Nuestra anfitriona no podía dejarnos marchar sin que
antes probásemos las exquisitas carnes y pescados que los restaurantes del Barrio
Alto sirven para la cena. En el Garrafeira Alfaia nos reunimos con Felisia y
Daniela, dos amigas de Charline que venían de California y Australia, pero
cuyas raíces están en Portugal. Conversando con ellas, descubrí el pasado de
emigración que guarda este país, fenómeno que ha vuelto a resurgir en los
últimos tiempos, alimentado por la coyuntura económica.
Nos encontrábamos saboreando el postre y hablando
sobre la ciudad cuando el señor de la mesa de al lado interrumpió la
conversación para preguntarnos por qué nuestra conversación discurría en varios
idiomas a la vez. Sin darnos cuenta, llevábamos toda la noche saltando del
inglés al castellano y el portugués y, a veces, el francés. Le explicamos
nuestras procedencias y acabó por unirse a nosotros, después de contarnos que
él era un venezolano de padres portugueses. Nuestra conversación le
entusiasmó tanto que insistió en que
brindáramos juntos por la mezcla cultural.
Estábamos tan cómodos y todo lo que íbamos
conociendo de la ciudad nos parecía tan interesante que el tiempo transcurrió
sin que nos percatáramos. Me despedí de Charline esperando volver a verla antes
de que pase otro año. Nos marchamos de Lisboa con la agradable sensación de
haber sido recibidos con los brazos abiertos por sus gentes y seguros de poder
volver siempre que nos apetezca.