Descubrí los viajes narrados no
hace mucho tiempo. Me interesé por este tipo de lecturas de la mano de los
navegantes solitarios al mismo tiempo que descubría que se puede estar
acreditada para patronear un barco sin tener ni idea de cómo manejarlo. Es
entre estos libros donde se encuentran mis preferidos. Hasta donde el viento me lleve, del uruguayo Eduardo Rejduch, me
tiene robado el corazón gracias a su estilo fresco, espontáneo y divertido. Estos
libros me llevaron a otros que me servían para complementar la información que
encontraba en las guías de viajes; en esas narraciones descubrí que muchas de
las cosas que merecen la pena de los lugares que visito no figuran entre los
intereses de las guías, incluso las orientadas a los viajeros “independientes”.
No acostumbro a leer narraciones de los sitios que voy a visitar antes de
hacerlo; casi prefiero disfrutarlos a la vuelta. Para mí es todo un estímulo
descubrir la habilidad de algunos escritores para describir con precisión los
paisajes y gentes que tú también has visto.
Si ya viajaba y leía sobre los
viajes de otros, ¿por qué no escribir sobre los míos? La casualidad se encargó
de que encontrara este curso, a cuyo moderador conocía por haberme topado con
él cuando buscaba libros de viajes en bicicleta. Coincide, además, con que éste
ha de ser el año de mi gran viaje, esa oportunidad de soltar el lastre con el
que te anclas a tu día a día. Parece llegada la hora de emprender una aventura
cuyo inicio intuyo pero del cual desconozco su final. Quería compartirlo,
contarlo e intentar que mi viaje personal sea también el viaje de muchos. Tenía
un plan; desconocía cómo llevarlo a cabo; necesitaba una brújula y una caja de
pinturas para que una crónica viajera en blanco y negro se convirtiera en una
historia divertida y coloreada. Así, pues, ¿cómo rechazar un manjar servido en
bandeja de plata? Y aquí estoy, con el ánimo virgen del ignorante y dispuesta a
aprender de mis compañeros de ruta.
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