dimarts, 11 de juny del 2013

Pràctica 7 (Sofía)

Los fines de semana largos son un regalo del calendario para desconectar de la rutina. Pero saber aprovecharlos no siempre es fácil, menos si lo que uno desea es viajar. Los precios suben, las multitudes se agolpan en los mismos lugares o la climatología se pone en nuestra contra. No obstante, coincidiréis conmigo en que, cuando un  destino nos llama, es imposible pararnos los pies.
Por eso, en el último puente, convencí a mi compañero de viajes para visitar Carcassonne, una de las ciudades amuralladas más impresionantes de Europa. Llevábamos tiempo barajando una escapada a este lugar, pero repetidamente había sido relegada por otras destinaciones. Entonces vimos señalados en rojo esos magníficos tres días libres y nos dijimos, ¿por qué no ahora? Así fue como, sin más dilación, cargamos el coche y pusimos rumbo al sur de Francia.
Habíamos recorrido la autopista que conduce a la Jonquera tantas veces que el paisaje ya nos resultaba del todo familiar. Por ese motivo, al cruzar los Pirineos cada detalle al borde del asfalto llamaba nuestra atención. Los viñedos de un verde claro y lustroso se alineaban hasta donde la vista alcanzaba como tropas en guardia. Al verlos recordé la crisis de la filoxera y entendí la importancia que tuvo en la economía y la sociedad de esta región. Aunque costó, en los campos devastados por este insecto, las raíces volvieron a hundirse en la tierra con fuerza y nos devolvieron este hermoso paisaje.
En poco menos de cuatro horas desde Barcelona, Carcassonne comenzó a dibujarse en el horizonte, al principio como un espejismo, luego como la majestuosa fortaleza que es. Parecerá tópico, pero al ver la Cité me sentí en un cuento de hadas y la sensación no me abandonó durante los tres días que estuvimos allí.
Desde el exterior de las murallas, tuvimos la sensación de estar ante un gran descubrimiento. Sin embargo, al cruzar la Puerta de Narbona, uno se da cuenta que el turismo le ganó de mano y se ha instalado en casi todos los rincones. El reto está en mirar más allá de los carteles de las tiendas y descubrir el encanto de esta bellísima construcción.
Situada en territorio conflictivo a lo largo muchos siglos, Carcassonne fue un lugar de vigilancia en el que varios pueblos contribuyeron a la creación de sus murallas. Sí, no bastó con una muralla para proteger la ciudad de los intrusos, y por eso se erigieron dos. Caminamos por la palestra, espacio entre ambos muros de protección, y desde allí pudimos observar la aportación de sus diversos ocupantes y la magnífica reconstrucción que llevó a cabo Viollet-le-Duc, después de que fuese abandonada durante años.
Las calles de piedra de la Cité nos condujeron hasta el castillo de los duques de Trencavell, que vio cómo los cruzados derrotaban a los cátaros y devolvían el control de la ciudad a la Iglesia y al rey de Francia. Este hecho histórico estuvo presente durante todo el viaje y es el principal gancho turístico de la ciudad. En verano se realizan representaciones de las batallas, y los niños que asisten a ellas vuelven a sus casas sintiéndose caballeros gracias a las espadas y escudos de madera que sus padres les compran en las tiendas de suouvenirs.
Por nuestra parte, conseguimos la desconexión que buscábamos dejándonos seducir por la gastronomía local. Una amiga, amante de todo lo francés, nos recomendó encarecidamente el cassoulet, un plato de cuchara que en Lenguadoc se prepara con alubias y carne de pato. Reconocimos que no se equivocaba, pero no debimos pedirlo para cenar. En las siguientes comidas, apostamos por recetas más ligeras, aunque sin renunciar al camembert de postre.

Cada detalle histórico que descubríamos nos distanciaba más de la realidad de la que nos estábamos tomando un receso. Pero nada dura para siempre y el fin de semana largo tocó a su fin. Conseguimos resistir un poco más volviendo por carreteras secundarias y dejándonos abrazar por los viñedos hasta cruzar una vez más la frontera.

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