Los fines de semana largos son un regalo del calendario
para desconectar de la rutina. Pero saber aprovecharlos no siempre es fácil,
menos si lo que uno desea es viajar. Los precios suben, las multitudes se
agolpan en los mismos lugares o la climatología se pone en nuestra contra. No
obstante, coincidiréis conmigo en que, cuando un destino nos llama, es imposible pararnos los
pies.
Por eso, en el último puente, convencí a mi
compañero de viajes para visitar Carcassonne, una de las ciudades amuralladas
más impresionantes de Europa. Llevábamos tiempo barajando una escapada a este
lugar, pero repetidamente había sido relegada por otras destinaciones. Entonces
vimos señalados en rojo esos magníficos tres días libres y nos dijimos, ¿por
qué no ahora? Así fue como, sin más dilación, cargamos el coche y pusimos rumbo
al sur de Francia.
Habíamos recorrido la autopista que conduce a la
Jonquera tantas veces que el paisaje ya nos resultaba del todo familiar. Por
ese motivo, al cruzar los Pirineos cada detalle al borde del asfalto llamaba
nuestra atención. Los viñedos de un verde claro y lustroso se alineaban hasta
donde la vista alcanzaba como tropas en guardia. Al verlos recordé la crisis de
la filoxera y entendí la importancia que tuvo en la economía y la sociedad de
esta región. Aunque costó, en los campos devastados por este insecto, las
raíces volvieron a hundirse en la tierra con fuerza y nos devolvieron este
hermoso paisaje.
En poco menos de cuatro horas desde Barcelona,
Carcassonne comenzó a dibujarse en el horizonte, al principio como un
espejismo, luego como la majestuosa fortaleza que es. Parecerá tópico, pero al
ver la Cité me sentí en un cuento de hadas y la sensación no me abandonó
durante los tres días que estuvimos allí.
Desde el exterior de las murallas, tuvimos la
sensación de estar ante un gran descubrimiento. Sin embargo, al cruzar la
Puerta de Narbona, uno se da cuenta que el turismo le ganó de mano y se ha
instalado en casi todos los rincones. El reto está en mirar más allá de los
carteles de las tiendas y descubrir el encanto de esta bellísima construcción.
Situada en territorio conflictivo a lo largo muchos
siglos, Carcassonne fue un lugar de vigilancia en el que varios pueblos
contribuyeron a la creación de sus murallas. Sí, no bastó con una muralla para
proteger la ciudad de los intrusos, y por eso se erigieron dos. Caminamos por
la palestra, espacio entre ambos muros de protección, y desde allí pudimos
observar la aportación de sus diversos ocupantes y la magnífica reconstrucción
que llevó a cabo Viollet-le-Duc, después de que fuese abandonada durante años.
Las calles de piedra de la Cité nos condujeron hasta
el castillo de los duques de Trencavell, que vio cómo los cruzados derrotaban a
los cátaros y devolvían el control de la ciudad a la Iglesia y al rey de Francia.
Este hecho histórico estuvo presente durante todo el viaje y es el principal
gancho turístico de la ciudad. En verano se realizan representaciones de las
batallas, y los niños que asisten a ellas vuelven a sus casas sintiéndose
caballeros gracias a las espadas y escudos de madera que sus padres les compran
en las tiendas de suouvenirs.
Por nuestra parte, conseguimos la desconexión que
buscábamos dejándonos seducir por la gastronomía local. Una amiga, amante de
todo lo francés, nos recomendó encarecidamente el cassoulet, un plato de cuchara que en Lenguadoc se prepara con
alubias y carne de pato. Reconocimos que no se equivocaba, pero no debimos
pedirlo para cenar. En las siguientes comidas, apostamos por recetas más
ligeras, aunque sin renunciar al camembert de postre.
Cada detalle histórico que descubríamos nos
distanciaba más de la realidad de la que nos estábamos tomando un receso. Pero
nada dura para siempre y el fin de semana largo tocó a su fin. Conseguimos
resistir un poco más volviendo por carreteras secundarias y dejándonos abrazar
por los viñedos hasta cruzar una vez más la frontera.
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