dilluns, 27 de maig del 2013

Pràctica 5 (Yolanda)

Cada mañana me traslado de Mataró a Hospitalet de Llobregat. Mientras camino hasta el tren desde casa, los obenques de los veleros parecen despedirse de mí. Ya en la estación, espero uno de los trenes que inician su recorrido en Mataró. Prefiero llegar cinco minutos más tarde al trabajo que renunciar al placer del asiento junto a la ventana con vistas al mar. Por delante tengo cincuenta minutos de trayecto, la mitad de ellos disfrutando del paisaje de la costa del Maresme.
Desde mi atalaya móvil, contemplo el mar. En los días claros y apacibles, es hermoso sentir como el sol se va alzando a mi espalda, contemplar el casi imperceptible movimiento de mar y como unas olas tímidas apenas se atreven a romper contra una costa casi inexistente en algunos tramos. El paseo marítimo empieza a poblarse de transeúntes madrugadores, hombres y mujeres que pasean al perro, corren o van en bicicleta.
Por la mañana, la mayoría de los pasajeros del tren dormitan, convirtiendo el viaje en una prolongación incómoda de la noche. Cuando no soy yo misma la que me amodorro, me deleito con sus caras de placidez, los ronquidos de algunos de ellos. La saliva que chorrea por la comisura de los labios de otros atestiguan la placidez de esos últimos minutos regalados al descanso. En ocasiones me he encontrado en la tesitura de tenerlos que arrancar amablemente de ese estado catatónico cuando, habiendo llegado al final del trayecto, siguen negándose a abandonarlo. Entre la fauna matinal también están los que, móvil en mano, verifican que el engranaje de la logística familiar esté perfectamente lubricado, los que juegan con alguno de los innumerables dispositivos electrónicos actuales, los nostálgicos que leen en papel, los que repasan la lección, los que corrigen exámenes o los que miran por la ventana.
Después, el tren se adentra en las entrañas de la urbe a través de los túneles que ennegrecen el resto del viaje.
Con el tren no acaba el trayecto. Todavía falta coger el metro y caminar diez minutos atravesando el parque de Bellvitge, un barrio feo e insulso y arquitectónicamente desagradable.
El viaje en tren por la mañana, si no hay incidencias, es un regalo. Por las tardes, el zoo humano del tren es de lo más variopinto. Esta línea, que une Molins de Rei con Maçanet-Massanes por la costa del Maresme, además de devolvernos a casa después de nuestro destierro laboral, es la encargada de trasladar a los bañistas y turistas. El susurro habitual del trayecto matinal, se convierte por la tarde en una algarabía más propia de un mercado de abastos. Los locales vociferan en conversaciones telefónicas insustanciales  haciéndonos al resto de los viajeros partícipes de sus vericuetos existenciales. Me fascina la ausencia de moderación de la gente en el tren. He asistido a discusiones de pareja, con final dramático y recriminaciones lacrimógenas. Es inevitable, que aunque no te interese lo más mínimo, pongas cara de bobalicón mientras, con disimulo, sigues el transcurso de la escena como si de una telenovela se tratara.

En los últimos años, los rusos se han convertido en la jauría turística dominante haciendo invisibles a los educados y silenciosos turistas franceses. Son fáciles de reconocer: suben en Plaza Catalunya, cargados con bolsas de las tiendas de Paseo de Gracia, suelen viajar en grupo y hablan a gritos entre ellos. Por las tardes es una tarea dificultosa el leer o el dormir, así que apoyo la cabeza sobre el ventanal, cierro los ojos y dejo que el tiempo pase; eso sí, si mi vecino de asiento no decide repasar y deleitarse con las múltiples opciones sonoras de su móvil. Es entonces cuando siento nostalgia de los trenes daneses y de la prohibición expresa en algunos de sus vagones de utilizar el móvil. 

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